Sueño con despertar entre colosos dormidos en sus altos tronos, sobre un suelo de fina arena blanca. Allí cruzaré un entramado bosque de altas y poderosas columnas de granito, las paredes lejanas me hablarán de dioses que un día fueron reyes de los hombres, de oscuras maldiciones y de magníficos tesoros ocultos en tumbas aun por descubrir. Bajaré agachado hasta quedar exhausto, y una vez abajo, contemplaré el descanso de quien mandó construir esa escalinata hacia el cielo, escalinata que un día habrá de bajar, según el mismo le dijo a su pueblo, que siempre lo esperó.
Al salir, el sol volverá a cegarme, y bajo sus rayos me adentraré en la inmensidad de un mar de dunas. Cansado, sediento y con paso torcido y zigzagueante, caeré de nuevo sobre mi lecho de arena y cuando los rayos de Ra me vuelvan a cegar aparecerá ante mí resplandeciente, un beduino vestido con chilaba y turbante, subido a la jiba de su dromedario y me dirá "Acompáñame, effendi". En un oasis refrescante me tumbaré en la orilla de un pequeño lago de cristalinas aguas y beberé de ellas tanto como pueda. Volveré a dormirme. Y cuando despierte pasaré por entre las palmeras cargadas de dulces y jugosos dátiles, y tras ellas se abrirá una calle estrecha formada por casas pegadas todas de color blanco, de adobe y madera y con pocas y estrechas ventanas. A cada lado multitud de pequeños pasillos que subiran y bajaran y darán vueltas a más casas iguales, pero únicas entre si. Será de noche y tras las sombrás me acecharán al menos 40 ladrones armados con retorcidas dagas envenenadas.
Avanzaré despacio, asomándome con cuidado antes de cruzar cada esquina, pero un pequeño mono me delatará a los nazis de la ocupación, y huiré, ya de día adentrándome en un gran bazar repleto de gente. La poderosa melodía del almohacín pondrá música de fondo a mi huída a empujones mientras que tragasables y escupefuegos se interponen en mi camino. En una pequeña plaza innumerables cestas de mimbre cargadas sobre las delgadas y morenas espaldas me harán menos visible, mas una mano tirará de mi brazo y me meterá en una de las casa blancas. Y allí unos ojos morenos tras un velo morado me sonreiran mientras me conduce a un lugar seguro. Allí, en una habitación con las ventanas entreabiertas y el techo repleto de sedas preciosas colgantes y un camastro amplio y fresco, me tumbaré mientras ella comenzará la danza del vientre.
Pero entonces entrarán los guardias del palacio con esos gigantescos sables, y me lanzaré por la ventana equipado con mi sombrero y mi látigo; con el me agarraré a un mástil pero aun así me precipitaré al vacio rompiendo toldos por doquier que amortiguarán mi caida, sobre un puesto de frutas y especias. Y correré y correré mientras que me persiguen nazis y guardias de palacio y vendedores y maridos enfadados, a lomos de camellos y dromedarios, y Ramses corriendo rapidísimo en su carroza lanzándome flechas de dos en dos; entonces aparecerán mis amigos, rescatándome sobre una alfombra mágica, una nube me hara caer de la alfombra y volver a mi asiento, en el autocar a Madrid, junto a mi amigo Paco y con el resto de amigos que empiezan igual de ilusionados que yo esta aventura de viajar a Egipto. Cada uno se la imaginará de una forma, yo siempre la imaginé más o menos así.